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Tierra casta

Recuerdo aquella tarde en la que estábamos tumbados en la piscina. Todavía
se saboreaba en el ambiente el olor a hierba y la frescura propios del
atardecer del final del estío. Los muchachos se bañaban y aprovechaban los
últimos rayos de sol del día.  Me acuerdo de que estábamos todos: David,
Isma, Carlos, María. No sé por qué, nos preguntamos cómo habría sido el
pueblo en la Edad Media, cuando se construyó el palacio: esa época de
caballeros y romances, de juglares y doncellas. A Carlos se le ocurrió que
podía haber existido un estadio de justas. Allí se celebrarían  los torneos
donde los valientes hombres de armas demostraran su fuerza y lucharan por el
amor de las damiselas. A David, que podría haber existido una gran feria a
la que asistieran los habitantes de la comarca a vender el ganado cebado y
las cosechas. A Isma, que el ganado pastaría libremente por el campo,
triscando la hierba joven, comiendo las bellotas de las ya longevas encinas
y bebiendo el agua del río. A María, que los pescadores sacarían lo mejor de
las entrañas del Huebra, tencas como cotas de malla de oro y cangrejos rojos
como la sangre. Yo vi una imagen: la del caballero con su escudero, uno a
caballo, el otro en pollino, uno fuerte y audaz, el otro astuto y fiel. Esa
imagen del caballero y su escudero cruzando por el campo charro, al trote,
con los toros corriendo delante de ellos, de la naturaleza y la simbiosis
entre hombre y campo, me produjo una sensación de amor por este pueblo, por
este campo, inimaginable, una sensación parecida a la de un adolescente
cuando se enamora. Esa imagen me emocionó. Esa visión de esta villa, en su
día atalaya de la frontera con Portugal, hoy joya del campo charro, es de
las que uno guarda en el alma y conserva siempre.
Pero mi visión no se acababa aquí. Me imaginé lo que pasaría a la llegada de
la pareja al pueblo. Cuando el caballero llegara al lugar, con su mozo a la
derecha, subirían los dos por la cuesta. Verían a las mujeres haciendo las
tareas y asomándose desde el portalillo de las casas. Los niños siguiéndoles
en formación como un ejército de campaña hasta la puerta del palacio. El
caballero se presentaría al señor. Tendría lugar un riguroso acto de
vasallaje de un hombre de principios hacia un noble. Las leyes de la época
así lo marcaban. Pero no en aquella ocasión en la que el valiente guardó sus
principios, que le llevarían a renegar de su señor y a batirse en duelo con
él. Metal contra metal, de la fragua uno, el otro de Toledo, chocando hasta
el ocaso, final de la luz, la muerte del señor. Refulgente acero
ensangrentado volvió del costado del señor, entre el silencio de la
muchedumbre, ese silencio que a todo le da un significado especial. A
continuación, polvareda hacia un destino incierto, dejando tras de sí el
caos y la libertad.


Alfonso Vaquero Picado